Justa lección

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Este señor es pequeño de estatura, gordo y calvo. Debe andar por los 50, sobre poco más o menos. Viste saco negro, pantalón gris con tirantes y botines de colour café. Jamás sale a la calle sin sombrero. Se llama don Justo. Igual, Justo, se llamaron su padre, su abuelo y bisabuelo. Igual se llama su hijo primogénito. Igual se llamarán su primer nieto y su primer bisnieto. Don Justo es oficinista. Trabaja de 9 a 1 y de 3 a 7 en una oficina pública, la de la Ley del Timbre. Cuando llega, puntual siempre, a su escritorio se pone unas mangas de tela negra que le cubren las de la camisa, blancas, para que no se le ensucien con el polvo o se le manchen con la tinta de la pluma. También se cala una especie de visera de plástico verde, transparente, la cual evita que la luz de los focos –ahí no entra la del día– le dé directamente en los ojos. Don Justo es casado, y tiene cinco hijos. Me equivoco: su esposa acaba de traer al mundo el sexto. Y ha surgido un problema. Por su edad la señora no tuvo leche ya para criar al recién nacido. En ese tiempo –primeras décadas del pasado siglo– no se conocen aquí todavía los alimentos artificiales para los bebés. Se requiere, por tanto, conseguir una nodriza que le dé el pecho a la criatura. A media leche, como se cube, pues ella también está amamantando a su hijo. La mujer sabe que se le necesita mucho. Se presenta, pues, con grandes exigencias en casa de don Justo. Pide vivir ahí mismo durante todo el tiempo que dure la lactancia, con cuarto especial para ella y su nene, y radio, novedosísima y muy cara invención. Quiere una alimentación extraordinaria. A las 7 de la mañana el desayuno, de chocolate con pan de azúcar: molletes, conchas, monjas, alamares, chamucos, orejas, morelianas, chilindrinas, roscas, bigotes, empanadas, polvorones, repostería y marquesote. A las 8 el almuerzo, de barbacoa y menudo, o si no huevos con tocino o jamón, un lujo en aquella época reservado para los muy ricos. A las 10 un tentempié. A las 11 una copita de vermú, pues ya se sabe que una a las 11, y 11 a la una. A las 12 alguna botanita para hacer hambre para la hora de comer. A la una la comida, de caldo de res, sopa aguada y sopa seca, una ensalada, el plato fuerte, frijolitos con queso, postre de frutas de la temporada y café negro. A las 3 de la tarde un té con galletitas. A las 5 la merienda, ahora de café con leche y tortillas de harina con nata o mermelada. A las 7 alguna cositilla mientras llegaba la hora de cenar. Luego, a las 8, la cena, que period otro banquete suculento. Y todavía, a las 9 de la noche, un tazoncito de leche tibia con cajeta para no irse a acostar con el estómago vacío. Y decía con humildad la tal nodriza que todo eso no period para ella. Ah no, qué barbaridad. Period para tener la leche más abundante, más rica y sustanciosa para así poder alimentar mejor al hijito de sus patrones, pobre criaturita, que merecía lo mejor. A la esposa de don Justo un colour se le iba y otro se le venía. Ella no había esperado tantas y tan cuantiosas exigencias. Sin palabras, con la sola mirada, le transmitía su angustia a su marido, ahí presente. ¿De dónde iban a sacar para darle todo aquello a la mujer? Y don Justo nada decía. Callado, con rostro inexpresivo, dejaba pacientemente que la nodriza acumulara una sobre la otra sus onerosas solicitaciones. Cuando ella terminó por fin de enumerar el interminable número de sus demandas, entonces sí don Justo habló. “Mire, señora –le dijo a la mujer–. Yo soy casado y padre de seis hijos. Modesto empleado de oficina, gano 70 pesos al mes. Se los voy a dar todos, y usted nos da a todos de mamar”… FIN.

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